
La diversidad es de por sí incluyente, la dualidad es de naturaleza excluyente. Al reducir nuestro discurso existencial a la dicotomía Luz / Sombra, Blanco / Negro, Positivo / Negativo, Belleza / Fealdad, Sujeto / Objeto, Observador / lo Observado, Bondad / Maldad… mutilamos la capacidad multifacética de nuestra naturaleza profunda, marginando nuestras posibilidades por los espejismos y condiciones del ego dual, afanado en su búsqueda de marcar sus fronteras.
Con la ilusión de los opuestos hemos limitado nuestro hacer vital a la confrontación de dos fuerzas, dos dioses que controlan nuestro devenir, dejando de lado cualquier otro tipo de expresión arquetípica.
La historia, bajo el paradigma maniqueo cristiano, ha generado una escalada bélica de opuestos, restringiendo las demás potencias arquetípicas que nos habitan, obligándolas a tomar un bando para ser vistas y, las que se mantienen en su “oposición a los opuestos”, son rechazadas y llevadas al fondo de nuestro averno personal. Nuestro mismo cuerpo termina por confirmar cómo estas fuerzas irreductibles salen de su confinamiento a través de la neurosis y el síntoma, manifestación de batallas donde los antagonistas anhelan resolverse, sin saber que su única salida es disolverse, uno con el otro, en el espejismo de su contradicción.
Quizás la salida sea retomar el politeísmo como un recurso expresivo de los dioses internos. Ya no solo serán dos fuerzas batallando por nuestra alma, son miles de posibilidades de manifestar creativamente nuestra naturaleza, bajo las formas más diversas, sin estar ninguna supeditada a otra bajo un rol moral.
Parafraseando a Wilber "la cuestión no es separar los opuestos sino unificarlos para descubrir un fundamento que los trascienda y abarque". Ya no habrán oposiciones donde resguardarse, solo manifestaciones de nuestras dinámicas que fluyen desde las dimensiones internas hacia la conciencia como un ecosistema vivo en permanente movimiento, un olimpo lleno de dioses y semidioses interactuando con la humanidad.